por Diana Fernández Irusta


Hay algo ingenuo, casi al borde de lo cursi, en la pregunta: “¿cuál es tu sueño?”, algo que suele invitar al lugar común, la frase edulcorada, los buenos propósitos del deber ser. Pero cuando un grupo de niños responde con la palabra “pistola” o un adolescente asegura que su sueño es morirse, el tenor de este interrogante -y lo que suscita- cambia.

Hace unos quince años, el artista visual Martín Weber les preguntó cuál era su sueño a muchas personas, en distintos rincones de América Latina. Les pedía que escribieran su mayor deseo en una pequeña pizarra y los fotografiaba a ellos, su frase y el lugar donde vivían. De allí resultó un sugestivo ensayo fotográfico publicado por Ediciones Larivière. Las imágenes de Weber son como un péndulo en equilibrio: hay una deliberada composición, un rastro de escenografía, donde el “soñador” mira a cámara mientras sostiene la pizarra y a su alrededor se distribuyen familiares, algún vecino, algún amigo. Está, también, el temblor mismo de la vida, un pulso que asoma en el gesto espontáneo de un niño, la intensidad de alguna mirada, el detalle de alguien que aparece en segundo plano.

Como si ese temblor -el curso inapresable de lo existente- pidiera una segunda vuelta, Weber se pasó a las imágenes en movimiento. Regresó a los lugares donde había estado hace quince años, buscó a las personas retratadas en aquel momento y las filmó. El resultado es el documental Mapa de sueños latinoamericanos, que el Malba exhibió en línea el sábado pasado.

Las fotos que le dieron origen, la belleza en blanco y negro de sus registros, son algo así como una contraseña: una brújula que orienta los distintos pasajes de la película. Las primeras escenas, un austero seguimiento de la preparación de un gallo de riña -ay, esas espuelas- y su sangriento enfrentamiento en la arena, anticipan lo que el documental irá mostrando sin necesidad de estridencias. La vida es feroz, nos dicen las imágenes; la vida también es fuente de belleza, continúan diciendo. Y habitamos un continente que rinde culto a esa dualidad, tanto como lo hace cada resquicio de la empresa humana.

En la Argentina, Weber entrevista a una abuela de Plaza de Mayo, familiar del chico que, hace 15 años escribió en su pizarra que quisiera recordar cómo “vivía sus sueños” su padre desaparecido. En Brasil, habla con una víctima de la tortura durante la dictadura militar en aquel país y con quienes denuncian la permanencia de ese tipo de prácticas en la actualidad. “El ser humano es exquisito -afirma con un dejo de ironía uno de los entrevistados-. Ama y destruye al mismo tiempo”.

En Guatemala, arrullada por pájaros y trabajando en unas telas con todos los colores de la tierra y más, está la mujer a la que fotografió 15 años atrás. Su voz es dulce; el rostro, curtido. Continúa abocada al trabajo, convertida en sostén de varias familias. Su deseo se mantiene: que sus hijos, los que debieron migrar, hayan pagado su deuda con el coyote. Y que estén bien.

Los hilos de las vidas personales se entretejen con los de la política y la historia regional. En Cuba, Weber no encuentra al hombre que había escrito en su pizarra “Prohibido prohibir”. Sí encuentra a su ex mujer, sus hijos, su familia, que le cuentan que parte del sueño que lo obsesionaba se cumplió, porque ahora vive en Estados Unidos. Hablan de él como de alguien que hoy es apenas una foto, varios recuerdos, alguna noticia que llega desde la otra costa.

En una década las personas cambian, pero en general los deseos permanecen. Una luz interna, algo que prevalece por sobre las violencias estatales o paraestatales, sobre la abyección de la inequidad, más allá del dolor largo de los destierros. Una luz que está en la mayoría de los retratados por Martín Weber, gente común que no sueña lo imposible. Como la chica colombiana que en su pizarra escribió: “que mis papás vuelvan a sonreír”.

Referencia desde  La Nación

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